lunes, 9 de abril de 2007

Compartir música, grabarte algo, mandarte una canción a tu correo...

Un personal estéreo es una contradicción; pero, como en nuestra vida se da eso de andar con las contradicciones, se deja pasar como quién ve tirar basura desde una micro o que te muestren imágenes sangrientas en la tele mientras se almuerza.
La música, al contrario que muchas propiedades, está hecha (un industrioso diría "diseñada") para ser compartida: subimos el volumen para que los demás escuchen, conversamos con desconocidos sólo por tener afines gustos musicales, aplaudimos en una masa anónima el ritual de escuchar lo que queremos oír; prestamos, regalamos, y nos son robados -o prestados "sin posible vuelta"- una cantidad no despreciable de música sólo para que el sendero se abra más y más: es un acto comunicativo sin palabras que, porque nos hace sentir tan bien, lo hechamos a perder hablando de ello. Lo traemos a colación, lo hablamos desde muchos ángulos para seguir diciendo que nos gusta, que nos atrae, y que, se puede decir, nos crea un ápice de bondad. Porque, se quiera o no, compartir, regalar y prestar son acciones que van quedando lejos, guardadas polvosamente en un maletín con clave.
Por eso es triste (por no decir absurdo) que exista gente que no preste su música, que no se la copie a otros, que desdeñe de bandas o compositores cuando llegan a un grado de popularidad. Emulando a ese gran tipo que es Armando Uribe; ¡¡Qué fea metáfora!!, porque hay pocas cosas más bonitas que estar con un montón de gente que probablemente nunca más vuelva a juntarse y estén en el ritual de la música disfrutando, codo a codo -o bien, silla a silla- en una unión extraña y emotiva que sólo pasa cuando se está en ese raro goce de sentirte bien con los demás y que se comparte algo en serio. Eso inefable que hace, que tiene, que despierta la música y que nos deja tan felices.

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